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PRESENTACIÓN

El Foro Virtual en torno a la Gestión Territorial para la Soberanía Alimentaria (SoA) es resultado de las reflexiones, debates y acuerdos que han tenido lugar en varios encuentros realizados en el periodo 2015-2017 entre integrantes de la Red Gestión Territorial para el Desarrollo Rural Sustentable (Red-GTD), en particular de la línea de investigación “Gestión territorial para la Soberanía Alimentaria”, con investigadores(as) de diversas universidades iberoamericanas y de la Red de Estudios Rurales de Colombia. En tales eventos se han establecido las bases para la convergencia teórico-metodológica, de intervención, acciones de cooperación y convenios de colaboración preliminares que acuerden un Programa de Investigación Latinoamericano de Gestión Territorial para la Soberanía Alimentaria (PILAGTSoA).

En este contexto la organización de este Foro Virtual forma parte de los esfuerzos desplegados por este colectivo para extender la convocatoria de estos ejercicios de intercambio de ideas, reflexiones y debates a otras y otros estudiosos de las problemáticas alimentarias y la gestión territorial del desarrollo rural sustentable y a públicos abiertos, en particular a las nuevas generaciones que atienden en mayor parte estas propuestas de participación a través de medios electrónicos.

El tema lo amerita, la Soberanía Alimentaria como tal se está perfilando como un nuevo paradigma agroalimentario de resistencia frente al modelo hegemónico neoliberal. Es una propuesta surgida desde los movimientos sociales, fincada en la búsqueda de modelos de producción-consumo de alimentos biorregionales (McMichael, 2014; Campbell, 2009), que incluyan el rescate innovador de los saberes locales, el fortalecimiento de los lazos comunitarios y de los circuitos cortos de distribución de alimentos, y sobre todo recuperen vínculos más armónicos en las interacciones sociedad-naturaleza. Con el apoyo de perspectivas como la agroecología, este paradigma promueve una transición hacia sistemas agroalimentarios ecológicamente más resilientes, socialmente más justos y económicamente más viables (Fernández et al., 2013). En esencia pues la Soberanía Alimentaria demanda una modalidad de gestión del territorio distinta a la promovida por la globalización agroalimentaria.

Como consigna política la Soberanía Alimentaria pasó en los últimos 25 años, de ser parte de la legítima protesta de un movimiento campesino a nivel planetario - que avanzó de manera paralela a la instauración del modelo neoliberal alimentario -, a ser integrada a las demandas de ciento de miles de grupos urbanos de consumidores en el mundo, mismos que con sus propias perspectivas, están enriqueciendo el concepto y el movimiento mismo. Como tópico de investigación y categoría de análisis la Soberanía Alimentaria ya ha sido integrada a las perspectivas críticas del orden alimentario hegemónico. La actualidad de este tema emergente, se constata al comprobar que cientos de registros en las revistas especializadas del mundo lo están atendiendo y de éstos 96% fueron publicados entre 2006 y 2018 (Taylor Francis Online, 2018, Springer Link, 2018; Jestor, 2018).

El presente texto inicia con la justificación de su abordaje y su ubicación en el contexto de la globalización agroalimentaria, seguido de una breve exposición del panorama latinoamericano; las nociones epistemológicas y sus implicaciones para la acción social; en las sección adjuntas del menú se exponen el objetivo del Foro Virtual, las preguntas eje como propuestas para guiar la discusión, un breve perfil de ponentes y moderadores, y las referencias bibliográficas empleadas para sustentar los argumentos aquí vertidos.

CONTEXTO

¿Por qué hablar de Soberanía alimentaria en la era de la globalización?

Hace apenas un par de décadas parecía paradójico hablar de Soberanía Alimentaria en un mundo cuyos procesos agroalimentarios se globalizaban a pasos acelerados, impulsados por el poder financiero, político, la hipermovilización de capitales y por el control ejercido sobre los procesos vinculados a la producción, transformación y distribución de alimentos de las corporaciones agroalimentarias transaccionales, cuyo dominio superaba, y supera, con creces la capacidad de gestión de muchos gobiernos de países no líderes en la economía mundial. Esta tendencia aparentemente sin obstáculos, encontró su punto de inflexión en la crisis financiera y alimentaria de 2008/2009 cuando por primera vez, desde los años setenta, los precios de los alimentos, en particular de los cereales, registraron incrementos sustantivos en sus precios (de 161% entre 2005-2011) precedidos de una drástica caída en las existencias mundiales impulsada en parte por el alza constante en los precios de los hidrocarburos (Hernández, et al. 2012: 179-180; Rubio, 2012).

Si bien los precios tendieron a estabilizarse en la siguiente década, como puede observarse en las siguientes gráficas tomadas de Hernández et al. (2018), y de FIRA (2016:4), el mérito de la llamada crisis alimentaria de 2008/2009 fue evidenciar la vulnerabilidad del modelo agroalimentario neoliberal - fincado en el libre comercio, alto consumo de hidrocarburos, en la financiarización y comoditización de los alimentos (Rubio, 2011)-, en momentos en los que la crisis inmobiliaria y financiera en Estados Unidos, la elevación precios del petróleo - que pasaron de 25 a 135 dólares el barril entre 2000 y 2008 – (Cabanillas, et al., 2012: 254)-, así como los impactos del cambio climático en las expectativas de la producción agropecuaria, plagaron de incertidumbres el mercado agroalimentario, dejando al descubierto y exponiendo la fragilidad de los países importadores de alimentos, al depender del mercado internacional para satisfacer una de las necesidades más apremiantes de la población. Momento emblemático de esta situación, de gran impacto en el comportamiento de los precios de los cereales, fue la decisión de los gobiernos de los principales productores de trigo: Rusia, Ucrania, Kasajastán y Argentina; y de China, Vietnam, India y Camboya en el caso del arroz, de restringir sus exportaciones (Rubio, 2011: 70).

En la cúspide de la crisis alimentaria la tonelada de maíz se cotizó en 287.11 dólares, en el mes de noviembre del mismo año descendió a 164.27 (Rubio, 2011: 70); y en 2017, el promedio internacional fue de 156 dólares (FAO, 2017a); sin embargo, en los años noventa la tonelada de este cereal no superó los 123.45 dólares en promedio (Rubio, 2011: 70).

Este fenómeno tuvo repercusiones muy severas también en el incremento de las personas sub nutridas en el mundo. El reporte de FAO “El estado de la seguridad alimentaria de 2009” estimó que este indicador ascendió a 1,020 millones de personas, la mayor cifra desde 1970 (FAO, 2009: 4). La situación se volvió tan crítica que, en ese mismo año, el G-8 integrado por las naciones más rics del planeta reunido en L’Aquila, Italia, reconoció por vez primera la ineficiencia de las “ayudas” para alimentar a la “población vulnerable” y acordaron la “Iniciativa de L’Aquila para la Seguridad Alimentaria. Esta iniciativa fue secundada por las principales instituciones neoliberales como FAO, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, el Departamento de Agricultura de Estados Unidos, quienes acordaron facilitar a los campesinos pobres producir sus propios alimentos, pues, aceptaron, el problema del hambre no es de disponibilidad de alimentos, sino de acceso. Los campesinos desplazados ya no producen sus propios alimentos, pero tampoco obtienen los empleos que les generen el dinero suficiente para adquirirlos en el mercado. (Hernández et al., 2012).

En los hechos, la citada iniciativa de L’Aquila se limitó a “presionar a los países deficitarios para incrementar la productividad interna con el fin de reducir la ayuda alimentaria internacional, pero manteniendo intactas las bases del neoliberalismo, como la apertura comercial y el dominio de las grandes transnacionales agroalimentarias” (Rubio, 2011: 80). De hecho, años más tarde, cuando los efectos del cambio climático se han vuelto más evidentes, la FAO ha declarado que es el mercado internacional de alimentos el único mecanismo capaz de mitigar los impactos negativos de los cambios del comportamiento del clima en las zonas más vulnerables (Hernández, et al., 2012).

Por otra parte, dado el carácter oligopólico del modelo agroalimentario hegemónico, el incremento de los precios en los cereales fue cooptado por las corporaciones, sin que llegase a manos de los productores de pequeña y mediana escala de los países cerealeros, por el contrario, éstos tuvieron que absorber los incrementos en los insumos y en los alimentos. En México, por ejemplo, cuando el precio internacional del maíz ascendió a $3,200 la tonelada, las cuatro empresas que controlan el mercado, lo pagaron a $2,450 a los campesinos; cuando el trigo se cotizó en $3,250 por tonelada, éstos recibieron $2,650. Esta situación afectó a 72% de productores agrícolas de México, los llamados “agricultores en transición” que producen para el mercado y a los minifundistas, para el autoconsumo (Rubio, 2011: 72).

En suma, los acontecimientos descritos fueron dando la razón a los movimientos campesinos que, desde diversos puntos del planeta, se habían manifestado desde los años noventa del siglo pasado – y continúan haciéndolo - en franca oposición a la aplicación de las políticas neoliberales, por promover el desmantelamiento de las agriculturas nacionales para abonarle a la construcción de la granja global, mermando con ello la capacidad de las naciones, las regiones y las localidades para asegurar la alimentación de su población. Fue entonces que la soberanía alimentaria fue incorporada al discurso de organizaciones de la sociedad civil urbanas que cuestionan el modelo agroalimentario hegemónico ya no solo desde la perspectiva de la producción sino también del consumo – en particular por el impacto de los alimentos industrializados y ultra-procesados en la salud - y de las prácticas productivas intensivas en la pérdida de biodiversidad, el maltrato animal y en el calentamiento global. (Hernández et al., 2018).

Un movimiento emblemático de la Soberanía Alimentaria ha sido Vía Campesina integrado en 1993, integrado con campesinos y campesinas representantes de cuatro continentes que querían hacer escuchar sus voces en los foros internacionales donde se establecieron las bases institucionales de la globalización. En la Cumbre Mundial sobre la Alimentación en 1996 se definió a la Soberanía Alimentaria como “el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, producidos de forma sostenible y el derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo …. un modelo de producción sustentable a pequeña escala en beneficio de las comunidades y el medioambiente” (Vía Campesina, 2018). La Soberanía Alimentaria prioriza la producción y el consumo local de alimentos, reconociendo el derecho que tiene toda nación de proteger a sus productores locales de las importaciones baratas y poder controlar su producción. Ello incluye “la lucha por la tierra y la reforma agraria genuina que asegure que los derechos de uso y gestión de nuestra tierra, territorios, aguas, semillas, ganado y la biodiversidad estén en las manos de aquellos que producimos los alimentos y no del sector empresarial”. (Vía Campesina, 2018).

En 2007, en la Declaración de Nyéléni acentuaron los siguientes elementos al concepto de Soberanía Alimentaria : la prioridad de quienes producen, distribuyen y consumen los alimentos – y el derecho a los bienes patrimoniales implicados en la producción de alimentos - sobre los intereses y aspiraciones de los mercados y de las corporaciones alimentarias; el compromiso transgeneracional; la promoción de un comercio justo y transparente; nuevas relaciones sociales libres de inequidad y opresión entre hombres y mujeres, personas de diversas razas, clases socioeconómicas y generaciones (Willenswaard, 2015: 17).

En síntesis, la Soberanía Alimentaria como discurso pasó de ser parte de la legítima protesta de un movimiento campesino - que avanzó prácticamente de manera paralela al neoliberalismo alimentario -, a ser integrado a las demandas de miles de grupos urbanos de consumidores mismos que con sus propias perspectivas, están enriqueciendo el concepto y el movimiento mismo. Como fenómeno social y categoría de análisis ya ha sido integrada a las perspectivas críticas del orden alimentario hegemónico, como tema emergente. Las bases de revistas Taylor Francis Online ofrece más de 21 mil registros diversos sobre el tema (Taylor Francis Online, 2018) y Springer Link, más de 25 mil entre artículos, capítulos de libros, libros, ponencias, etc. (Springer Link, 2018), la mayor parte de ellos con una antigüedad menor a los quince años.

¿Cuál es el panorama en América Latina?


La situación de América Latina, afirma Rubio (2011: 78-84) es muy heterogénea pues hay países que son verdaderas potencias cerealeras como Brasil y Argentina; otros que son excedentarios como Uruguay y Paraguay, pero con menor impacto en el mercado mundial. En contraparte, Venezuela, Bolivia y Ecuador son países deficitarios en alimentos, mientras que Colombia, Panamá, Costa Rica y México se ubican en una posición intermedia.

Esta diversidad de sus circunstancias ha llevado a estos países a asumir posiciones políticas y lineamientos de política pública también diferenciados, de tal suerte que quienes se perciben más vulnerables en el tema alimentario como Venezuela, Bolivia y Ecuador, han asumido las posiciones más radicales en contra del orden alimentario neoliberal y han promovido políticas para fortalecer sus agriculturas internas a través del “impulso de reformas agrarias, proceso que forma parte de la refundación de los Estados y que constituye un hecho inédito después de que en el neoliberalismo se eliminaron los procesos redistributivos de la tierra”. Estos Estados han proclamado la Soberanía Alimentaria, como una estrategia de seguridad nacional (Rubio, 2011:81). Los países excedentarios, prosigue Rubio (2011), aprovecharon la coyuntura para incrementar su competitividad internacional; mientras que México, Colombia y Perú profundizaron sus políticas neoliberales, procurando la aplicación de programas de asistencia social para los damnificados del modelo agroalimentario contemporáneo. México, a raíz de estas políticas de ajuste, incrementó su dependencia alimentaria de 10% en los años 80 (FAO, 2011) a 45% en 2014 (La Jornada, 2015).

En el documento “Perspectivas de la agricultura y del desarrollo rural en las Américas: una mirada hacia América Latina y el Caribe 2017-2018” publicado por CEPAL, FAO e IICA (2017) también se reconoce la heterogeneidad de la agricultura latinoamericana, no obstante identifica una serie de elementos comunes, entre ellos el “dualismo de escala”: la convivencia de pocas explotaciones comerciales medianas y de gran tamaño, con una gran estructura de tenencia de la tierra relativamente muy concentrada, que aportan los mayores volúmenes de producción, son las más dinámicas en la adopción de nuevas variedades y en la introducción de nuevos productos alimentarios; coexistiendo con una mayoría de pequeñas explotaciones que, aunque sus operaciones son de menor escala, emplean a un mayor número de personas del medio rural (CEPAL, FAO e IICA, 2017:10).

En el apartado dedicado al “Bienestar social”, el documento señala que entre 2002 y 2014, en las regiones rurales latinoamericanas, los hogares agrícolas (asalariados y autónomos) se redujeron en más de una quinta parte, mientras que los hogares asalariados no agrícolas aumentaron 50%. Si bien esta transición se detuvo durante el pico de la crisis financiera mundial (2007-2010), la región logró superar la recesión con los programas sociales existentes. En una lectura paralela es posible afirmar que los campesinos son excluidos de la producción, por ineficientes, según los estándares del modelo agroalimentario hegemónico, pero también resultan excluidos de la economía no agrícola, porque no tienen las calificaciones laborales que ésta demanda. El mismo documento ofrece evidencia de ello cuando asienta que “los empleos calificados en el sector no agrícola permanecen vacantes tres veces más tiempo que los trabajos no calificados” (CEPAL, FAO, IICA, 2017: 10) y recomienda impartir cursos de capacitación para mejorar la inserción de esta fuerza de trabajo expulsada de la agricultura. En esencia estos organismos proponen una agricultura libre de campesinos. Ésta es a fin de cuentas la trampa que atrapa a los productores rurales de la región, la razón del incremento de la pobreza en las zonas rurales, pues a la par de los éxodos hacia las ciudades que documentan tanto los estudios de CEPAL, FAO e IICA (2017), como los de FAO (2017) tiene lugar la “industrialización y la introducción de una producción con uso intensivo del capital en las zonas rurales”. (FAO, 2017:10) Como se observa en la siguiente gráfica, aunque la subnutrición en América Latina es relativamente menor a la de las regiones asiáticas y áfrica-subsahariana, hasta 2008 por lo menos se observaba estancada, aunque también hay que reconocer que aquéllas están mucho más pobladas.

Las consecuencias territoriales de la inserción latinoamericana en el modelo agroalimentario neoliberal se expresan en el creciente despoblamiento de las zonas rurales, en la explícita o implícita –a través de sus regulaciones - presencia de consorcios agroalimentarios que sobreexplotan los patrimonios naturales de los pobladores locales para convertirlos en “dietas injustas” (alimento para el ganado) y en materia de especulación, obligando a los lugareños a emigrar a las ciudades. Es decir, los campesinos latinoamericanos no solo han sido despojados de sus patrimonios naturales, sino también sus formas de vida. Con ello se destruye el tejido social rural, los saberes locales, formas de gestión de la naturaleza más respetuosas; las culturas alimentarias y gastronómicas locales, con sus sabores y productos típicos y sus referentes en la transformación de alimentos. En esencia, nos dicen Cuellar, Calle y Gallar (2013: 8) se pierde la relación intrínseca entre naturaleza, agricultura, alimentación y ruralidad.

¿Cómo interpretar a la Soberanía Alimentaria para nuestra región?


Como se señaló previamente, la Soberanía Alimentaria como concepto y consigna política ha ido transformándose en virtud de los procesos descritos en casi un cuarto de siglo. De ser una demanda de los campesinos excluidos del modelo agroalimentario neoliberal pasó a ser incorporada como parte de las reivindicaciones encabezadas por los movimientos urbanos de los consumidores, la Soberanía Alimentaria ha llegado a plantearse inclusive como parte sustantiva del derecho a la alimentación: desde quienes no tienen qué llevarse a la boca, en los países o regiones más pobres, hasta quienes reclaman a sus gobiernos la facultad de decidir qué llevarse a la boca, como ocurre con las demandas de los consumidores de los países ricos que prefieren alimentos artesanales, no sujetos a las normas de inocuidad impuestas por la industria agroalimentaria. (Gumper, 2009).

Esta transfiguración de la Soberanía Alimentaria la está convirtiendo en un concepto polisémico que debe ser discutido ampliamente. Se presenta como un resultado previsto de la crisis estructural que enfrenta el modelo agroalimentario hegemónico promovido por Estados Unidos a partir de la posguerra (1945) y profundizado en los ochenta a través de la instauración del neoliberalismo agroalimentario por organismos internacionales como la Organización Mundial de Comercio, con el apoyo del Banco Mundial, del Fondo Monetario Internacional y de manera sutil pero efectiva por la propia FAO.

Los factores emblemáticos que exhiben el agotamiento de este modelo son la crisis energética; el colapso del prototipo técnico-productivo derivado de la Revolución Verde, el incremento de la incertidumbre en torno al futuro de los alimentos debido al cambio climático y a la financiarización de los mercados agroalimentarios, a la reciente agudización de las medidas proteccionistas de los países líderes de este mercado. La persistencia de la pobreza alimentaria (personas subnutridas) en el mundo, sumada al impacto demostrado del actual orden agroalimentario en el ecosistema planetario, en la salud de los trabajadores agrícolas y de los consumidores, y en el bienestar animal (debido al maltrato del que han sido víctimas por los métodos de producción aplicados para incrementar la productividad) han promovido la “desafección” (Calle et al., 2009) del sistema agroalimentario, que no es otra cosa que la pérdida de legitimidad social del orden que prometió, a costa de la expulsión de los campesinos, depredación de recursos naturales y del maltrato animal, resolver las hambrunas de la humanidad, con magros resultados.

En el seminario que el grupo de investigación Soberanía Alimentaria de la Red GTD realizamos en la Universidad de Tolima en el mes de julio de 2016, uno de los ejes aglutinadores del colectivo ahí reunido fue precisamente la amplia discusión sobre cómo entender la Soberanía Alimentaria. Cuáles son sus límites, o sus alcances, epistemológicos, políticos y como estrategia de intervención para la gestión del desarrollo territorial. (Mora y Martínez, 2016).

En dichos encuentros se evidenció el gran debate generado en torno a este concepto desde que Vía Campesina lo acuñó hace poco más de dos décadas. Si bien se está popularizando su uso, esta difusión no ha estado exenta de contradicciones y confusiones semánticas. La multidimensionalidad de la Soberanía Alimentaria permite su abordaje desde diversas aristas: derechos humanos, democracia, comercio mundial, políticas públicas, sistemas agroecológicos, relaciones de solidaridad y alianza (García, 2016).

De entrada, se propuso su deslinde del concepto Seguridad Alimentaria, porque ésta sigue enmarcada en el paradigma alimentario neoliberal en cuyo marco interpretativo la persistencia de la pobreza alimentaria obedece a causas ajenas al modelo. La Seguridad Alimentaria, promovida por los organismos internacionales, no cuestiona al modelo agroalimentario en el cual se inserta la pobreza, o inseguridad alimentaria, más bien la registra como una externalidad negativa que debe ser atendida con ayudas alimentarias (García, 2016). Por tanto, reproduce y profundiza el modelo de dependencia.

La Soberanía Alimentaria, en cambio, atiende a las preguntas quién, dónde y cómo se producen y distribuyen los alimentos, y qué, cómo, cuándo y de dónde adquirirlos. Este planteamiento involucra procesos de gobernanza agroalimentaria y de defensa de los territorios en su acepción más amplia (Hernández, 2016; 2017); involucrando medidas económicas para fomentar, proteger la producción para el mercado interno (con una fuerte discusión sobre el tema de los subsidios); y de resistencia cultural frente a la imposición de formas de concebir la alimentación que son ajenas para las poblaciones rurales latinoamericanas. En estos movimientos de defensa de las tradiciones culinarias, por cierto, las mujeres y los ancianos han tenido un papel protagónico (Mora y Martínez, 2016), por ejemplo, con los campesinos ecológicos del Sudoeste de Paraná, en Brasil, produciendo alimentos sin insumos químicos, sobre todo frutas y hortalizas, así como comidas transformadas artesanalmente, todo comercializado en redes cortas de comercialización, bajo una gestión familiar y asociativa (Saquet, 2017). Justo es esta visión holística de la alimentación, la que contribuye a entender a la Soberanía Alimentaria en su sentido más profundo, como estrategia para explorar maneras distintas de producir y consumir alimentos, en un contexto adverso que busca la homogeneidad de los saberes, sabores y sentires (García, 2016).

Introducir el tema del territorio como un elemento esencial para la Soberanía Alimentaria conduce a incluir la noción de autonomía en la construcción de la Soberanía Alimentaria . Londoño (2016), argumenta que garantizar la Soberanía Alimentaria en un territorio, considerando el marco global de la política pública implica un ejercicio de autonomía territorial, de control del territorio y ahí es cuando se evidencia la diferencia entre Soberanía Alimentaria e incluso autonomía alimentaria, frente a la Seguridad Alimentaria. “Por citar un ejemplo concreto, en el Cauca, Colombia, la Soberanía Alimentaria implica el control de las semillas, la recuperación de las semillas, organizar las redes de custodios de semillas, hacer todo el ejercicio de sembrar, producir, transformar, etc., pero hay un marco legislativo contrario que incluso penaliza la custodia de semillas y ahí es donde entra el tema de la autonomía territorial. Entonces las comunidades del Cauca han dicho estamos enfrentados, hacemos valer un derecho mayor y si la legislación externa es contraria a nuestra seguridad, vale nuestra ley porque estamos haciendo valer el derecho a la alimentación y eso implica ganar leyes de autonomía. Frente a una legislación que penaliza la comercialización de la leche, la panela estamos diciendo hay que generar mecanismos para que nuestra panela, nuestra leche sea reconocida (Londoño, 2016, citado por Mora y Martínez, 2016).

En efecto, es en los territorios donde adquiere sentido la dimensión multiescalar de la Soberanía Alimentaria , “los niveles internacionales, nacionales, regionales y comunitarios. Es en esta vertiente donde el territorio toma fuerza en términos de construcción territorial, de disputa entre qué producir, cómo producirlo, dónde producirlo y ése es un debate que junto con el del Estado-nación hacen de la discusión sobre la S.A. un debate fundamentalmente político, lo que no demerita las otras dimensiones de análisis. En esta perspectiva, el elemento cultural es inherente a lo político porque lo que se disputa en el ámbito político, son proyectos culturales, modos de vida, modos de decidir y de relacionarse y, por lo tanto, el concepto de Hegemonía puede ser de gran utilidad para determinar quién hegemoniza” (Ramírez, 2016, tomado de Mora y Martínez, 2016).

“Las inequidades en los intercambios que prevalecen en los mercados agroalimentarios no son solo resultado de procesos económicos, la esencia de las inequidades está en el ámbito de la política. Hablar de Soberanía Alimentaria nos remite a discutir el papel de los Estados-nación en América Latina, donde, conforme al planteamiento del Aníbal Quijano, los Estados no funcionan como tales, sino como meros administradores (Ramírez, 2016). Esta reflexión llevó a cuestionarse el papel de los Estados latinoamericanos en el concierto de intereses de quienes lideran los mercados internacionales de alimentos. Desde esta perspectiva Angélica Quintero agregó a la discusión la necesidad de excluir a los granos básicos de los tratados de libre comercio, pues “se han convertido en una estrategia muy importante de control político de parte de la Unión Europea y Estados Unidos que son los graneros del mundo y a través de estos tratados controlan la alimentación básica de la mayoría de los pueblos” (citada por Mora y Martínez, 2016).

A pesar de la amplitud de los temas vinculados a la Soberanía Alimentaria , aún estuvieron ausentes las discusiones sobre la ciudadanización del consumo, muy vinculado a la concepción de la alimentación como un derecho; el papel de la ciencia y la tecnología como herramientas imprescindibles en la ruta de la Soberanía Alimentaria , mismas que también deben ser ancladas a las realidades latinoamericanas para atender a sus especificidades e intereses regionales. Y un punto tratado tangencialmente pero que en definitiva es transversal, es el de la integración de los atributos y limitaciones de los ecosistemas regionales y el potencial de la agroecología para empoderar a las comunidades locales en la solución de problemas con la producción de alimentos.